Comentario
El duque orquestó hábilmente una feroz campaña denigratoria contra la víctima. Por medio de discursos, cartas públicas y opúsculos, el difunto duque de Orleans fue presentado como un usurpador, que se aprovechaba de la enfermedad del Rey para gobernar en su propio beneficio. El punto álgido de la campaña fue la declaración pública de un gran intelectual expresamente contratado: el 8 de marzo de 1408, en París, ante nobles, prelados, universitarios y pueblo llano, el prestigioso magister Jean Petit, doctor en Teología, sostuvo en una larga y docta disquisición que Luis de Orleans estaba manchado por crímenes de lesa majestad y que se había convertido en un tirano. Su asesino, por tanto, debía ser considerado como el salvador del reino.
A las palabras siguieron los hechos: el duque de Borgoña, reforzado por la justificación teórica de sus actos, obtuvo del Rey, si no un verdadero agradecimiento, sí la declaración de no culpabilidad, lo que le permitía regresar a París y volver a influir en los asuntos de gobierno. Sin embargo, nuevamente a los hechos siguieron las palabras; en septiembre de 1408, los familiares y partidarios del difunto organizaron en el Louvre una reunión tan solemne como aquélla en la que Jean Petit había defendido al duque. En esta ocasión, el venerable Thomas de Bourg, abad de Cerisy, respondió punto por punto a las argumentaciones del docto teólogo y volvió a acusar a Juan Sin Miedo de su crimen.
La lucha entre las dos partes prosiguió, con acciones concretas y justificaciones teóricas. Ni siquiera el canciller de la influyente Universidad de París, Jean Gerson, que intervino con el significativo sermón Veniat Pax y llevó la cuestión hasta el Concilio de Constanza, logró detener el grave conflicto que agitaba al Reino. En ausencia de un fuerte poder monárquico y en medio de la Guerra de los Cien Años, las divisiones internas tuvieron efectos desastrosos, como se hizo evidente después de que, en octubre de 1415, los ingleses, que habían desembarcado en Normandía, infligieran a los franceses una estrepitosa derrota en las cercanías de Azincourt.
Pero, a pesar de todos los intentos de resolver pacíficamente la cuestión, la sangre pedía sangre. El 10 de septiembre de 1419, el heredero al trono, el joven delfín Carlos invitó al duque por enésima vez a que firmara un acuerdo de paz. Los dos debían encontrarse, con un séquito reducido, en el puente de Montereau. Cuando llegó ante el príncipe, Juan Sin Miedo se arrodilló para rendirle homenaje; ya no volvería a levantarse. Fue degollado por los hombres del Delfín, entre los que figuraban algunos antiguos vasallos del duque de Orleans.
Asesinos nocturnos, rencores familiares, odios atávicos, pero también propaganda política, búsqueda del consenso público, justificación en nombre del bien común: este conglomerado de aspectos tradicionales e innovadores caracteriza lo que los historiadores denominan "nacimiento del Estado moderno", a finales de la Edad Media. Pero en la memoria de una joven nación no hay sitio para lo que fue un execrable delito político. Cuando, cien años después de los hechos, el rey Francisco I quiso ver el cráneo de Juan Sin Miedo, conservado en la cartuja de Champmol, cerca de Dijon, un celoso monje le explicó cómo el duque había muerto a manos de invasores ingleses. Hoy, en cambio, la memoria colectiva nacional puede nutrirse también de crímenes alejados en el tiempo. Basta con pasear por la elegante calle de los Francs Bourgeois, en París, y detenerse ante el número 38, donde una placa recuerda que, en sus cercanías, se cometió el célebre asesinato.